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La metamorfosis

Opinión 28 de Septiembre de 2009

No soy Gregorio Samsa, pero esta mañana, amanecí transformado después de un sueño intranquilo.

Todo comenzó cuando me enteré que con la nueva versión (la 3.5) de Picasa se hace disponible la función de reconocer rostros en nuestras fotografías. Instalé la esta versión y empecé a usar esta nueva funcionalidad, que funciona de manera muy sencilla: basta con señalar un rostro, decir a quien pertenece y el software "aprende" a reconocer esa misma cara en toda nuestra colección de fotos. Ahora simplemente podría buscar fotos pidiendo una imagen donde estén juntos fulanito y menganito o zutanito con menganito. De acuerdo a los resultados, puedo decir que el software "aprendió" bastante rápido y con un grado de precisión casi perfecto. La mayoría de las caras que aparecen en mi colección de fotos están ahora identificadas.

Pero, ¿cómo es que el software puede reconocer mi cara en otras fotos?

Evidentemente para el software, en mi cara (como para todos los rostros) existen puntos claves que pueden ser identificados, medidos y codificados, es decir mi cara ha quedado reducida a un algoritmo. No soy más que un algoritmo con algunas variaciones que se repite a lo largo de mi colección. Pero también con el mismo principio se pueden codificar mis afectos y relaciones de por la repetición, cercanía o lejanía en las diferentes fotos de los algoritmos que los representan.

Es un poco impresionante pensar que toda nuestro yo, y nuestra cara, pueda reducirse a este algoritmo y ser reconocido por el software. Tal vez esté pensando aquí con la misma horrorosa fascinación con que en su tiempo se reaccionó a la fotografía y a la idea de que cada foto se roba una parte de nuestro espíritu.

Mi cara está ahora codificada. Pero no es la primera vez que me sucede. Mis huellas digitales ya habían sido digitalizadas, y una fría mañana, allá por los ochenta, un funcionario del registro civil asoció mi nombre con un número de documento de identidad. Pero esta fue una codificación aleatoria y arbitraria. No había ninguna relación entre mi "yo" y el número que me entregaron (bueno, esto no es del todo verdad, con sólo saber el número de documento podemos tener una somera idea de la edad de la persona). Pude haber recibido el número que recibí, o el que estaba antes o después en la pila del funcionario.

Curiosamente en la codificación de los humanos vamos haciendo un camino inverso de lo que hacemos con la codificación de otras cosas. En el mundo de los objetos, la codificación "digital" (codificada de manera convencional y arbitraria) es entendida como algo más avanzado. El CD de audio es codificado de manera digital y es “mejor” que el vinilo que es analógico. Pero ahora para los humanos estamos pasando desde una codificación absolutamente digital (el número de documento) hacia una codificación analógica en la que existe una relación entre mi apariencia, mi cuerpo y el código que lo representa. Y este código es mucho más que mi ADN (que solo contiene la codificación de mis posibilidades y limitaciones teóricas con las que me desenvuelvo en el mundo), porque codifica mi cara que cuenta de mi historia, de mis alegrías, tristezas y felicidades relatadas en la profundidad de sus surcos.

Pero no conforme con ese golpe a mi ego (que se sigue al que ya asestaron a Copérnico, Darwin y Freud), después de identificar los rostros en mis fotos descubrí que le había dado de comer al monstruo: le había facilitado el algoritmo de mi cara y el de mis seres cercanos. Desde ese momento había hecho posible que en alguna gran base de datos se aloje el nombre de Fabio Tarasow seguido de una serie de bits que me representan y que perdiera para siempre el control de esa información.

Y aun peor, descubrí que el intercambio había sido por demás injusto: ante el "espejito de colores" de reconocer las caras les regalé esta valiosísima información de asociar los nombres de mis seres cercanos a sus algoritmos. Parece que no aprendí nada de la historia.

Un rato más tarde empecé a sentir escalofríos. Pensé que ya no estaríamos tan lejos de organizar un software para poder ubicar y reconocer todas las fotos donde estamos en cualquier computadora o sobre la Web (siempre me pregunté en cuántas fotos de turistas aparecía yo en el fondo). Y siguiendo con mi fantasía pensé que en un posible futuro (no el único ni tampoco el que sigue obligatoriamente) sería posible que todos nuestros algoritmos sean utilizados para monitorearnos a través de las diferentes cámaras ubicadas en espacios públicos y privados. Bastaría con poner el nombre de una persona y a través de una red que centralice la información de todas esas cámaras poder ubicar una persona. ¡Cámaras del mundo uníos!

Para colmo de males, y cuando ya no alcanzaba toda la producción nacional de tilo para tranquilizarme, también me di cuenta que ahora hay alguien que podría ser el dueño del algoritmo de mi cara. ¿Alguien que no soy yo podría patentarlo? ¿Alguien podría ser el propietario por el que se produce mi imagen? ¿Quién manejara esa información?

No soy Gregorio Samsa, pero esta mañana desperté después de un sueño intranquilo transformado en un algoritmo de una gran base de datos.

 

Para saber más:

Artículo: Gran Hermano viaja en colectivo.

Cómo funciona el reconocimiento de rostro (en inglés)

Fuente de la imagen: http://www.flickr.com/photos/trekman

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